La preferencia humana por lo dulce no es casual. Desde la infancia, el organismo está biológicamente programado para buscar sabores azucarados como señal de energía y seguridad, un mecanismo evolutivo que fue clave para la supervivencia de los cazadores-recolectores.
En la actualidad, esa predisposición se convierte en un problema de salud pública en un entorno dominado por alimentos ultraprocesados, bebidas azucaradas y plataformas de entrega inmediata.
La neurocientífica Nicole Avena, profesora e investigadora que lleva más de 25 años estudiando el azúcar como sustancia adictiva, advirtió que el consumo de este ingrediente puede activar en el cerebro los mismos circuitos de recompensa que algunas drogas. “Nuestro cerebro no sabe si nos estamos inyectando heroína o comiendo un pastelito”, señaló en declaraciones a The Telegraph.
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Los primeros experimentos de Avena con ratas revelaron que, al disponer de acceso ilimitado al azúcar, los animales mostraban atracones, síntomas de abstinencia y una necesidad creciente de incrementar las dosis para alcanzar el mismo efecto placentero. Al analizar su actividad cerebral, los resultados eran similares a los de roedores adictos a drogas.
Estudios clínicos posteriores confirmaron que las personas que consumen de manera habitual productos ultraprocesados ricos en azúcar presentan conductas comparables: tolerancia, antojos intensos y malestar al reducir la ingesta.
El azúcar estimula la liberación de dopamina en el núcleo accumbens, una de las regiones cerebrales vinculadas al placer y a la motivación.
Riesgos invisibles para la salud
El azúcar no solo impacta en el sistema nervioso. De acuerdo con investigaciones recopiladas por The Telegraph, dos o más porciones diarias aumentan en más de un 30% el riesgo de morir por enfermedades cardiovasculares.