Fue la primera santa nacida en América y se convirtió en patrona de la Independencia Argentina: el legado de Santa Rosa de Lima

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Fue la primera santa nacida en América y se convirtió en patrona de la Independencia Argentina: el legado de Santa Rosa de Lima

No vivió en un convento. No fundó una orden. No predicó en plazas. No escribió tratados teológicos. Y, sin embargo, desde el corazón más íntimo de la ciudad de Lima colonial, Rosa de Santa María incendió los cielos con sus oraciones y conmovió a toda la región con su vida mística. Todos los 30 de agosto, la recordamos.

Santa Rosa es una de esas figuras que, como la propia ciudad donde nació, se despliega entre lo visible y lo oculto, lo cotidiano y lo extraordinario. Su historia no puede entenderse sin la Lima virreinal —ciudad-monasterio por excelencia— ni sin el mundo espiritual del barroco hispanoamericano, donde las penitencias eran caminos de gloria y los milagros una forma cotidiana de hablar con Dios.

En esta oportunidad dejaremos de lado el mito de la célebre “tormenta de Santa Rosa” (la cual puede ocurrir 364 días antes o después de la fiesta de la santa…) y nos sumergiremos en la vida real —y mística— de esta joven limeña que vivió solo 31 años, pero dejó una huella que aún hoy atraviesa países y credos.

Para entender a Rosa hay que entender Lima. Fundada por Francisco Pizarro en 1535, en las primeras décadas del siglo XVII la capital del Virreinato del Perú ya era el centro neurálgico de todo el mundo andino. Era rica, cosmopolita, profundamente religiosa, y obsesionada con la vida monástica. Lima fue, según palabras del jesuita Bernabé Cobo, una ciudad donde “el incienso no dejaba de arder y las campanas no dejaban de sonar”. A mediados del siglo XVII, contaba con una población cercana a los 30.000 habitantes, de los cuales más del 14% eran clérigos o monjasSolo los monasterios femeninos representaban el 8% de la población.

Entre 1560 y 1620 se fundaron catorce monasterios de clausura femeninos, cinco beaterios y decenas de cofradías, archicofradías y templos. El primer convento femenino, el de la Encarnación (1561), ocupaba más de dos cuadras y media: “parece un pueblo formado”, diría Cobo. Era una ciudad que vivía para la religión, que medía el tiempo por las campanas y la virtud por la reclusión. En ese contexto, la vida de Rosa adquiere su sentido más profundo.

Rosa sintió desde temprano una vocación mística profunda. No deseaba casarse ni formar familia. Quería entregarse por completo a Dios. Sus padres, sin embargo, esperaban lo contrario: que su belleza atrajera un buen matrimonio. Pero Rosa optó por el camino más difícil. Se cortó el cabello, ayunó por semanas. Bordaba finos tejidos para ayudar en la economía doméstica y ahorrar para una dote, pero su intención no era entrar en matrimonio, sino en una orden religiosa.

Poseía gran devoción a santo Domingo y anhelaba ser monja dominica, el problema era que no existía en Lima un convento dominico femenino. La alternativa era seguir el modelo de Santa Catalina de Siena —su referente espiritual— y vivir como terciaria dominica en su propia casa. Así lo hizo. En 1606 tomó el hábito en la iglesia de Santo Domingo. Nunca fue monja en el sentido formal: no tomó votos solemnes ni ingresó en un convento. Pero vivió con mayor radicalidad que muchas religiosas de clausura.

Su vida transcurrió en la casa de sus padres, donde construyó una pequeña ermita de no más de dos metros cuadrados. Ahí dormía sobre una tabla y vestía con extrema sencillez (el hábito de dominica con que la vemos, lo usaba cuando iba a misa o a realizar alguna obra de piedad). Su ascetismo era extremo: usaba corona de espinas bajo el velo, se flagelaba a diario y ayunaba durante días. Pero no era solo penitencia. También fundó una enfermería en su hogar para atender a los pobres y enfermos. Allí conoció al fraile mulato Martín de Porres —hoy también santo— con quien compartió muchas horas de caridad. Era una figura profundamente respetada, pero también sospechada.

Santa Rosa no fue solo una mística del siglo XVII. Es una figura viva. En Perú, en Argentina, en toda América. Su rostro adorna billetes, calles, pueblos, ciudades, hospitales, parroquias. Su figura, aunque muchas veces edulcorada, sigue despertando devoción. Más allá de las tormentas, las leyendas y los ritos populares, Rosa fue una joven radical, luminosa, una mujer que vivió fuera del molde, que desafió a su tiempo y eligió amar a Dios con un fuego que consumía su cuerpo, pero elevaba su alma. De suyo, lleva su nombre la ciudad capital de la provincia de La Pampa, Santa Rosa.

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